Mientras alguien entre nosotros sea capaz de tirar de memoria y dejarnos, más o menos deformadas, imágenes de cuanto pasó antes, durante y después de la guerra, no acabará aquel tiempo. Mientras alguien recuerde cómo iban los piquetes republicanos a levantar de los tajos a las gentes —y cómo muchos de esos piquetes acabaron en el bando contrario—, cómo quemaban iglesias y cortijos o mataban reses de los pudientes para darse un banquete, o apaleaban y mataban a religiosos y gente de derecha; mientras alguien diga que le contaron cómo, cuando entraron las tropas, señalaron y mataron sin escrúpulos, les dieron purgantes y pasearon peladas a rape a las mujeres señaladas; mientras alguien recuerde cómo fue la represión y cómo la «venganza» del bando vencedor, que no perdonó una; mientras a muchos no deje de aletearles el pájaro de la mala memoria, ese pájaro que le trae cómo encarcelaron —por nada— a alguno de los suyos, o cómo lo buscaron después para cobrarle lo que hizo o lo que sospechaban que hizo; mientras el recuerdo de la larga celebración de la victoria no siga produciendo una inmensa alegría en unos y una inmensa tristeza en otros; mientras vivan huérfanos de aquel tiempo, de un bando o de otro, y las fotografías de los muertos sigan presidiendo la repisa del imposible olvido, no habrá cementerio posible donde enterrar la guerra, porque cuando una mano quiera cavar para enterrar las barbaridades de la guerra y de la posguerra, otra mano vendrá a desenterrar las barbaridades que se cometieron desde el principio de los años treinta hasta el verano del 36. El tiempo tendrá que venir a enterrarlo todo, cuando nos haya enterrado a nosotros, cuando lo más cercano de la guerra que tengan quienes vivan sea un bisabuelo. Entonces. Ninguno de nosotros le da importancia —porque lo más seguro es que no lo sepa— a lo que pudo sufrir un antepasado nuestro en la Guerra de la Independencia, y nadie abriga por eso ningún odio a los franceses.
Es tarde para que seamos enterradores de esa triste memoria de preguerra, guerra y posguerra, porque está viva la memoria de muchos, y quizá, en buena parte, porque no supimos ganar la paz, y porque fue innecesaria tanta fiesta de la victoria, como hoy es innecesario tanto afán desenterrador. El mejor enterrador será el tiempo, cuando esta fecha pase a la antología del disparate, o sea, cuando un niño en un examen sobre el 18 de julio, conteste lo que aquel otro niño cuando le pidieron comentar algo sobre el 2 de mayo: «¿De qué año?», contestó. Entonces, sólo entonces.
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